Relato: El café de los sueños

Mi patria es un latido de guitarras.  (J. L. Borges)

 

Era yo un tipo solitario y de oficios varios y mi debilidad era correr maratones. Cumplí 40 años de existencia tan de golpe que hasta mi propia sombra se sobresaltó. «¡Eh, no tan rápido!, sugirió!». Por entonces vivía de las guitarras, es decir, las fabricaba en mi propio domicilio. El zarpazo de las crisis golpeó el negocio. De modo que hube de malvivir de rentas bajas hasta que un incidente trastocó el cotidiano fluir de las cosas. Ocurrió una noche inclemente, por la periferia. Al doblar una esquina y en mitad de una callejuela con farolas a media luz, un cuadro de violencia impactó en mi retina. Dos individuos zarandeaban a un hombre de edad, mientras un perrito yorkshire temblaba azorado en la acera. No dudé: pegué un grito intimidatorio y corrí en defensa del viejo. A los truhanes debió sorprender mi actitud, pues huyeron no sin antes hundir un puño en el estómago de su víctima bajo el ladrido lastimero del perro. El viejo comenzó a doblar las rodillas, aunque llegué a tiempo de sujetar su cuerpo para evitar que se desplomara. En el acto mis manos sintieron el contacto de su sangre: lo que juzgué un puñetazo, resultó ser una vil cuchillada en las tripas. Cierto, el anciano se desangraba en mis manos, de modo que extraje el pañuelo, retorcí la tela hasta hacer una bola y traté de taponarle la herida. «¿Duele, amigo?» «¿Cómo va a doler si de todos los que pasaron sólo usted corrió a defenderme?». «Hay poca luz en la calle, seguro que no lo vieron». «Cosas de la vida», dijo el viejo. No me demoré en extraer el teléfono y avisar a urgencias de que un herido con arma blanca se desangraba en el asfalto. Entretanto el viejo llamó a su perro y el can se aproximó moviendo la cola, gimoteando, y le lamió la cara consciente de lo sucedido. «¿Qué es lo que pasó?», pregunté al viejo. «Nada, vieron a Hugo y entre risas dijeron que era un buen balón para entrenarse, y fueron a por el perro y le dieron la primera patada. Yo salí en su defensa, iban a matarlo, ¿qué otra cosa podía hacer? Vivimos juntos, es como un vástago, un hijo de dos kilos, ¿sabe usted?» «Amigo, no se fatigue al hablar, ya lo contará todo en su momento». El anciano clavó en mí unos ojos azulados, sin esperanza. «¿Usted cree que aún tendré ese momento».

La ambulancia no se demoró en llevarse al viejo al Hospital General, pero sin su perro, y como no podía abandonarlo a la intemperie, traté de llevarme el yorshire de la cadena, aunque el perro se resistió a dejar el lugar donde cayó su amo y no quedó más recurso que dejar atrás esa calle de farolas parpadeantes con Hugo en brazos. Al llegar a casa improvisé una cena fría e invité al perro, mas se negó a probar bocado, tan honda era su pesadumbre. A la hora deambulaba yo por el Centro Médico. No resultó complicado localizar la sala ni la cama donde estaba postrado el viejo. Y junto a un mostrador con material hospitalario me cerró el paso una enfermera. «¿Es usted familiar?» «Seamos serios, respondió el viejo con un hilo de voz, es mi hijo».

A los diez días se paró el corazón del hombre que dio la vida por su perro. Diez días permanecí a la cabecera de su lecho. Diez días de diálogo y de contarnos en voz baja las batallas perdidas y ganadas. Diez días en informar en qué invertimos nuestro tiempo, nuestros pasos dados, algunos acertados, la mayoría erróneos. «¿Andrés, cómo tan joven vive solo?», preguntó. «Amo a la mujer de otro». «Pues sea constante», indicó el viejo. «Es que el otro es un amigo, el amigo». «Entonces sea paciente». Fue su último consejo antes de irse para siempre y su ausencia dejó un vacío del que costaba salir. También legó otras cosas. Ante mi sorpresa una notaría contactó conmigo. El viejo tenía ahorros, no excesivos, pero más de los que cabía sospechar. Me legó su patrimonio, incluido a Hugo, y una carta con unas líneas: Cuide a mi perro como me cuidó a mí, y discúlpeme si peco de excesivo.

Transcurrido un tiempo aún ignoraba en qué invertir la herencia y pensé qué haría Carlos en mi lugar dado que conocía mi episodio con el viejo. Carlos era un dandi experto en amores fugaces hasta que dio con Beatriz y sentó la cabeza. A su vez él no concebía la vida sin una guitarra en las manos, y como cantor de tangos y milongas sabía romperte el alma, de regocijo a veces, de melancolía las más. Un atardecer violeta, mientras paseábamos con el yorkshire por una avenida de acacias, habló de un café de escritores en quiebra cuyo nombre me turbó. Y Carlos añadió: no podemos permitir que El Café de los Sueños lo reconviertan en una pescadería. Mi amigo andaba falto de local y con los bolsillos rotos. «No dudes, te reventaremos el café de público». En su reto incluía a Beatriz cuyas largas piernas parecían diseñadas para bailes de salón. Titubeante fui al Banco a por fondos, los del viejo que ahora, pese a mi rubor, estaban a mi nombre. «Se queda casi sin saldo, señor», advirtió el cajero. «Es por un amigo y su futuro», contesté. «Ah, entonces se entiende todo», respondió él. La contundente respuesta del cajero aumentó la zozobra que supone dejar una cuenta corriente en blanco. «Piensa en el Café de los Sueños, me animó Carlos más tarde, y en las plumas ilustres y anónimas que alumbraron versos en sus mesas, quizá poemas de amor sin respuesta». En fin, lo esencial era garantizar un espacio al cantor de milongas que a su vez posibilitaría ver bailar a Beatriz con sus piernas únicas. ¿Y a qué negarlo? Tenía la esperanza ética de poder susurrarle un día que la amaba, pero ahora no saldría de mis labios ni un requiebro, ni un susurro de amor. Sin embargo el día de su cumpleaños le regalé un falso Renoir: Le moulin de la Galette, pintado por un copista de calle hábil en plagiar a grandes artistas del impresionismo. Elegí la obra por su atmósfera de fiesta y música en un parque. Beatriz recibió la tela con una sonrisa que iluminó el verdor de sus ojos. Qué lindo cuadro, usted siempre tan acertado, tan dadivoso, ¿por qué se molestó, Andrés? Me hablaba de usted a modo de distanciamiento. Y como la soñaba día y noche mientras reformábamos el café, y a fin de tenerla cerca, salía con la pareja siempre que hubiera lugar. Y cada vez que el amigo se distraía o quedaba rezagado, platicábamos sobre lo cotidiano, incluso le hablé del destino. ¿Acaso, creía ella que las cosas ocurren por azar? ¿Está escrito en algún lado nuestro devenir? ¿Qué posibilidades hay que un destino se tuerza? ¿Quería yo que la estrella de la pareja se hiciera añicos? Mi lealtad al amigo rozaba lo sagrado, también mi idea del bien me impedía traicionarlo. Pero amaba tanto a esa mujer. «Por favor, me dijo ella un día, dejemos que el destino cumpla su trabajo, arduo por cierto, y hablemos de música. ¿Le gustará, Andrés, verme bailar tangos? Y respondí: «verla bailar en el Café de los Sueños es mi mejor sueño.» Se ruborizó de súbito en actitud cavilosa, y cayó un velo, supo al instante que la amaba respetuosamente y en la forma de mirarme leí más admiración que amor. «Es usted hombre de la vieja escuela, ¿no es cierto, Andrés?» Enmudecí. No tenía ninguna posibilidad con ella, aunque quiso el destino que ocurriera un cataclismo en la vida íntima de la pareja. Él, lleno de virtudes, tenía un punto débil como apunté, era faldero, y ella lo sorprendió con una cantante lírica de cartel durante una noche de amor clandestino. Y fue de tal modo cómo Beatriz corrió a refugiarse en mí, mientras decía con un temblor: «lléveme, Andrés, dónde haya música, parejas que bailen, guitarras que lloren, necesito más que nunca una noche mágica de tangos».

El café de los Sueños

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2 respuestas a “Relato: El café de los sueños

  1. Me he leído tu historia de un tirón sin poder resistirme a su final. Solo un apunte: ¿Que pasó con el café? ¿Fueron rentables los ahorros?
    Un saludo.

  2. Sinceramente, no sé que sucederá a partir de ahora. Quizá bajando peldaños oníricos descubramos que al fin se inauguró el Café de los Sueños y Andrés oye entre el público cantar a Carlos y ve a Beatriz bailar mientras ella, ya libre de hipotecas amorosas, le deja una puerta entreabierta.

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