Fragmento de la novela «El carnaval del relajo»

Portada de la novela El carnaval del relajo
Portada de la novela El carnaval del relajo
El carnaval del relajo –  Eduardo Quiles  (342 págs.) Ed. Prometeo

    De madrugada, y entre piar de aves, Emérico Olmedo escapó del sueño y sin rasurarse se encaminó al lugar donde se alzaban las instalaciones del Club de Tenis. Iba con los ojos pegados al suelo, como ensimismado en un jeroglífico. Decidió, por fin, atravesar la puerta del pabellón reposando su trasero en la más empinada grada desde donde observó las desiertas pistas con el mentón apoyado en las rodillas y la expresión más bien dispersa. Con un sol alto y sonrosado surgió por la gradería el atildado Wilebaldo Gómez, quien luego de un titubeo decidió sentarse junto al terrateniente. ¿Qué nuevas me trae?, inquirió Emérico Olmedo sin romper su abstracción y retorciendo los nudillos de las manos. La niña Angélica pasó al confesionario, susurró el literato oficial, ahorita anda comulgando en el altar mayor. ¿Ah, sí?, suspiró Emérico Olmedo entre lacónico y ausente. Juventud y Pureza, informó Wilebaldo Gómez, también se desveló en la iglesia con novenas y otras vainas, rezando por el triunfo de un Olmedo y acudirá a la cancha para animar a la novia de Tehuantepico. ¡Pendejas!, gruñó Emérico Olmedo con desdeñosa mueca y en su retahíla de improperios, añadió: ¿qué puede platicarme de la fulana? Esta madrugada, replicó Wilebaldo Gómez, cerró con su propia mano el Moulin Rouge; luego de echar el cerrojazo, apagó las luces como si el negocio fuera ajeno. ¡Ni siquiera se entrena para el partido!, se3 lamentó Emérico Olmedo, rechazando el cigarrillo que le ofrecían. Yo creo como Wonenburger, expeculó el escritor, mientras exhalaba el humo del tabaco, la zorra no osará pisar la cancha. Fue a replicar Emérico Olmedo cuando un tropel de alborotadas meretrices irrumpieron en las pistas, enderezando las siluetas de los prohombres. De tal guisa las vieron inspeccionar la calidad del suelo, el estado de las redes, las distancias en las líneas de demarcación y la calidad de las pelotas, a las que hacían botar contra la hierba. Preso en su estupor, Emérico Olmedo encendía maquinalmente un puro habano para chuparlo con avidez. ¡Pues la bronca va de veras!, farfulló Wilebaldo Gómez, pellizcando el lóbulo de su oreja. La desalmada, rezongó Emérico Olmedo, envió un ejército de sus concubinas para allanarle el terreno. De súbito, el literato oficial de la ciudad quedó a solas, pues por la calle y a buen pie caminaba como un sonámbulo el terrateniente, que no frenó su zancada hasta alcanzar el edificio del Moulin Rouge; ante su fachada se le vio titubear, pasar de largo, desandar los pasos dados y girar como una peonza en torno al cabaré. Luego, frente a la puerta de entrada, su mano pendía inerte sin robarle ya el sueño si era acechado por l a curiosidad callejera. Al ir a golpear la puerta, ésta cedió y Emérico Olmedo cruzó el umbral envuelto en sombras. A tientas localizó una mesa flanqueada de sillas bajo un silencio voluptuoso que martilleaba sus sienes y una fragancia a hembra fácil que se negó a respirar. En la eternidad de los minutos, creyó oír una respiración fundida a un taconeo femenino. Anuncie, dijo a las tinieblas, a Emérico Olmedo. Otra vez el ritmo respiratorio, de nuevo el rumor del taconeo por un camino de penumbra. De golpe, estalló un fósforo y su resplandor permitió a Emérico Olmedo observar un rostro de mujer cuya belleza lo turbó. El terrateniente cerró con violencia los ojos, se hizo sordo a un canto de sirena que brotaba por alguna parte y con la obstinación que le dio tierras y riqueza, masculló: ¿en cuánto cree que está valorada la Raqueta de Plata? Le replicó el insoportable silencio, pero el hombre no se arredró. Yo se lo diré: como unos doscientos de los grandes, pues bien, triplico la cifra si renuncia a enfrentarse a la niña Angélica. La luz del cerillo fue reemplazada por la roja brasa del cigarrillo, única antorcha que daba relieve al íntimo decorado del cabaré. La impaciencia desgastaba el falso equilibrio de Emérico Olmedo. Supo que estar frente a Sonia la exótica era como extraviarse en la nada. Quiere vengarse, ¿no es cierto? El prohombre cazó sobre el claroscuro del cabaré la geometría de una vaga sonrisa pareja a esa Giaconda que admirara durante una incursión al Louvre, años atrás. Ahora sé, murmuró, que no es plata lo que usted persigue. Y otra vez columbró a la dama napolitana del cuadro, pero sin su mística y con un paraíso erótico en los ojos. ¿Quiere juerga, verdad?, tornó a formular, escéptico de la magia voluptuosa que la envolvía, aunque agregó: siempre me envanecí de que la mejor raqueta de Tehuantepico es la de un Olmedo. ¿Y qué dijo Sonia la exótica desde su sosiego estatuario? Me consta, alegaba el terrateniente con hilos de sudor en la sien, que usted no es rival de la niña. ¿Mil de los grandes? En un ángulo del aposento surgió una luz entre anaranjada y mortecina que bastó a Emérico Olmedo para divisar un sombrero jipijapa en la cabeza de una juvenil prostituta reclinada sobre un piano de cuyo teclado arrancaba un minué. ¿Por qué no sale a tomar el fresco del lugar más enajenado de la República? Emérico Olmedo brincó de la silla al oír la voz de Sonia la exótica. ¡Es una venganza!, aulló. Toda esta vaina de tenis y putas es una taimada puñalada a la ciudad. Atrapado en la exasperación de su monólogo, salió del Moulin Rouge bajo las notas cada vez más fieras del minué.

Ciudad de México, 1975 – Valencia, 1978

Editorial Prometeo, 1981

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